lunes, 4 de agosto de 2008

El verano

En los primeros días de Junio empezamos a sudar el verano. Fue un verano imperativo que se alejó hasta Octubre y dejó el suelo de los campos cuarteado y lijo, y el asfalto caldoso de brea antigua, y los árboles lánguidos, y los hombres faltos de ganas y juicio. Fue un verano culpable. Hasta mediar la estación agradecimos la implacable justicia solar que compensaba la escasa primavera que nos había dejado el invierno. Entonces ya debimos haber comprendido que aquel era un año extraño, sin transiciones, como un péndulo imposible que descansara largo en un extremo para aparecer luego en el opuesto sin apenas advertirlo. Por la Virgen de Agosto nuestras miradas se dirigieron a menudo al corredor de las tormentas, pero los hilachos de nubes holgazanas que se paseaban por él eran una burla que irritaba a los más y preocupaba a los viejos.

El primer cadáver apareció en el sueño de un extraño, un forastero de los que gustan de husmear costumbres de pueblo ajeno. El hombre hizo un relato impreciso al oído de unos cuantos vecinos mientras se desayunaba en la pensión. “Pueden creerme si les digo que jamás sentí nada igual. Era la imagen de una fantasía vestida de mujer, inaprensible a mis sentidos y tan cercana ”. La vio tendida, todopoderosa sobre la esencia, sobre la realidad, pero muerta ya, diluyéndose en la substancia de lo cotidiano. Agustín, el más soñador de los viejos, hizo un rictus de preocupación al escuchar aquel relato del extraño. Algo había perdido.

Desde ese día todos nos apresuramos sobre lo efímero. Cesaron las canciones de cuna que las madres dedicaban a los críos, los bellos relatos de dragones y caballeros, de duendes y princesas. Nadie recordaba ya las historias de Juanito Volador que sostenía que siempre era necesaria una ilusión aunque esta fuera una locura y dedicó sus años jóvenes a imitar las maquinas de Leonardo. Se apagó el ánimo y la fábula. Sólo quedó la realidad.

El segundo cadáver nunca apareció, pero lo intuyó el porquero. Los cerdos llevaban días hocicando en el mismo lodazal teñido de sangre fresca, y sobre la superficie del charco de orines se reflejaba nítida la imagen de un niño, casi se diría de un ángel, sorprendido por la brutalidad.

Y otra vez Agustín, siempre tan inocente, sintió una punzada de auténtico dolor, como si le arrancaran sus más hermosos años. Ya no hubo más risas ni llantos en la plaza, ni correrías ni juegos, ni pelotas ni aros. Los niños se mecían adormilados a la sombra, sobre las hamacas, con la cara agria y la mirada huidiza. Y los adultos comenzaron a mirarse con temor, a buscar en cualquier gesto ajeno una amenaza, una excusa para la pelea.

Del tercer cadáver vimos la sombra gigantesca de su alma cruzar veloz el pueblo y, tras ella, infinidad de pequeñas formas, algunas reconocibles, que se apresuraban a escapar de las casas como volutas de un humo denso al que arrastraba el tórrido viento del sur. Todavía hubo quien vio alzarse en la distancia el perfil de su joven imagen pescando en el río tiempo atrás, o la figura difusa del organillero que amenizaba en el pasado las fiestas mayores, o el olor de la brisa del mar, o la escarcha de las mañanas de invierno cosida a las telarañas, o un beso, ese primer beso que se atesora como el más hermoso de los recuerdos.

Y Agustín, que por tan viejo era la memoria del pueblo, se quedó con cara de asombro, vacío. Desde entonces, nadie paseó por la alameda, ni sintió nostalgia, ni fue capaz de rememorar una caricia.

Pero un día vi caer una lágrima por el rostro ajado de Agustín mientras se esforzaba por ofrecerme una sonrisa. Olía a pan recién hecho y en el cielo dominaban las densas nubes y en el suelo el rocío. Se había acabado el verano.

© Luis Torregrosa López, 2005.

9 comentarios:

Unknown dijo...

Precioso paisaje el que has creado. Me ha evocado al pobre Federico García. Un poco cruel para los que sufrimos este calor impenitente sin posibilidad de redimirnos en el mar.

Como dicen por aquí: "Hace más calor que enfoscando una pirámide". Aunque no sé de qué me quejo. Aún recuerdo cuando nadie tenía aire y los ventiladores eran de tracción animal.

Isa Segura B. dijo...

Y es que no sólo de veranos vive el hombre...
Delicioso relato entreverado de sombras y sueños.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Inquietante y caluroso relato. A mí, no me preguntes por qué, me ha hecho recordar esas películas de Chicho Ibáñez Serrador, la España desértica de pueblos perdidos.

Un abrazo, y esperemos que pase pronto la ola de calor...

Veronika dijo...

No sé exactamente qué comentar, pero si me marcho sin dejar aunque unas palabras me quedaré con la sensación de haber cometido un hurto, de haberme llevado, para mi propio beneficio, algo sin pagar su precio.
Me ha parecido un texto bello. He quedado conmovida y absorta en sus imágenes, incluso creo que tengo ganas de pintar o dibujar, de derramar algo que se mueve internamente sobre papel, aunque no con letras (que para eso ya lo has hecho tu, y muy bien).

Seguiré volviendo! Saludos!

infección dijo...

¿El mar siempre es una puerta de escape?

Manuel Trujillo Berges dijo...

Pues hace pocos días estaba contemplando esa misma vista, a 30 minutos en coche de casa...

Lena yau dijo...

Es verdad.

Se acabó.

Vuelve ya.

Un beso.

Yeli dijo...

Fabuloso!
Gran relato.
Un abrazo
Yeli

Luis Torregrosa dijo...

Muchas gracias a todos. Regreso hoy al blog, aún marcado por ciertos sinsabores que no vienen al caso.