El primer cadáver apareció en el sueño de un extraño, un forastero de los que gustan de husmear costumbres de pueblo ajeno. El hombre hizo un relato impreciso al oído de unos cuantos vecinos mientras se desayunaba en la pensión. “Pueden creerme si les digo que jamás sentí nada igual. Era la imagen de una fantasía vestida de mujer, inaprensible a mis sentidos y tan cercana ”. La vio tendida, todopoderosa sobre la esencia, sobre la realidad, pero muerta ya, diluyéndose en la substancia de lo cotidiano. Agustín, el más soñador de los viejos, hizo un rictus de preocupación al escuchar aquel relato del extraño. Algo había perdido.
Desde ese día todos nos apresuramos sobre lo efímero. Cesaron las canciones de cuna que las madres dedicaban a los críos, los bellos relatos de dragones y caballeros, de duendes y princesas. Nadie recordaba ya las historias de Juanito Volador que sostenía que siempre era necesaria una ilusión aunque esta fuera una locura y dedicó sus años jóvenes a imitar las maquinas de Leonardo. Se apagó el ánimo y la fábula. Sólo quedó la realidad.
El segundo cadáver nunca apareció, pero lo intuyó el porquero. Los cerdos llevaban días hocicando en el mismo lodazal teñido de sangre fresca, y sobre la superficie del charco de orines se reflejaba nítida la imagen de un niño, casi se diría de un ángel, sorprendido por la brutalidad.
Y otra vez Agustín, siempre tan inocente, sintió una punzada de auténtico dolor, como si le arrancaran sus más hermosos años. Ya no hubo más risas ni llantos en la plaza, ni correrías ni juegos, ni pelotas ni aros. Los niños se mecían adormilados a la sombra, sobre las hamacas, con la cara agria y la mirada huidiza. Y los adultos comenzaron a mirarse con temor, a buscar en cualquier gesto ajeno una amenaza, una excusa para la pelea.
Del tercer cadáver vimos la sombra gigantesca de su alma cruzar veloz el pueblo y, tras ella, infinidad de pequeñas formas, algunas reconocibles, que se apresuraban a escapar de las casas como volutas de un humo denso al que arrastraba el tórrido viento del sur. Todavía hubo quien vio alzarse en la distancia el perfil de su joven imagen pescando en el río tiempo atrás, o la figura difusa del organillero que amenizaba en el pasado las fiestas mayores, o el olor de la brisa del mar, o la escarcha de las mañanas de invierno cosida a las telarañas, o un beso, ese primer beso que se atesora como el más hermoso de los recuerdos.
Y Agustín, que por tan viejo era la memoria del pueblo, se quedó con cara de asombro, vacío. Desde entonces, nadie paseó por la alameda, ni sintió nostalgia, ni fue capaz de rememorar una caricia.
Pero un día vi caer una lágrima por el rostro ajado de Agustín mientras se esforzaba por ofrecerme una sonrisa. Olía a pan recién hecho y en el cielo dominaban las densas nubes y en el suelo el rocío. Se había acabado el verano.
© Luis Torregrosa López, 2005.
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